al mandril de la ciudad
Aquella tarde,
nacida y muerta aquel día,
invité a cuanto mandril conozco
a mi casa;
a los unos y a los otros,
a los de aquí y los de allá…
los muy desalineados fueron llegando
como era de esperarse,
la gritera y los platanazos ante todo;
algunos se habían organizado para estrellar los gruesos cristales
de lo acostumbrado con fragmentos de alaridos de viejos
mandriles
ojos amarillos;
otros, los más callados,
se divertían colgados en el árbol de la hilaridad y la irreverencia
que está a la entrada de mi casa.
Los pequeños sólo veían, esperando su turno,
bebiendo de un junco de hermosura fermentada.
Algunos simios y algunos macacos se colaron a la reunión,
pero sin duda el mandril fue quien sobresalió,
hizo de la fiesta un rugido y un regocijo de nalgas rojas.
Esa, aquella tarde,
nacida y muerta aquel día,
hubo tremenda celebración,
no se pintó ninguna barda
ni se actuó ni se leyó en la calle;
no se empapeló a nadie, ni se quedaron sueltas las manos
en su casa.
Por eso cuando una trompa de colores se pasea,
a dos o cuatro puntos,
pincel en pata
o guitarra al lomo,
con la lengua atascada en la palabrería
o colgado o de maroma en maroma…
cuando eso suceda en la calle
o en algún teatro o en alguna azotea;
volteen señoras, señores volteen
que el mandril
comienza a reunirse,
comienza a expresarse
y no creo, en lo personal,
que a estas alturas
llegue ya
a detenerse
ya.